lunes, 12 de abril de 2010

Un sueño descabellado

El niño del yarmulke y delgadas piernas se trepa a uno de los lebreles de bronce y Potaz llora. Extraña al pequeño Benjamín. Quince años sin saber nada de él. Aún lo recuerda corriendo por las veredas de Sánchez de Bustamante y Tucumán. El mundo era otro. Estaba construyendo un futuro, su esposa no necesitaba trabajar. Cuando ella evidenció su cansancio por estar todo el día tras el chico, decidieron enviarlo al kindergarten de la institución regida por una comunidad judía ortodoxa. El niño no se adaptó. Operadoras de la entidad intervinieron con celeridad. Se inmiscuyeron en la privacidad de la familia. Fraguaron denuncias atroces en contra del padre del niño. Se fracturó el hogar.


Potaz se sienta en uno de los bancos de la plaza. Una mujer con peluca y vestido oscuro holgado cuida del niño. Un hombre de largas barbas, vestido con un sobretodo negro y sombreo negro, un grueso tomo en las manos, los observa. Potaz escupe. Su hijo, su prestigio, sus propiedades, todo lo que había logrado le fue arrebatado hace quince años por gente como esta. Mira hacia la avenida. El fuego del crepúsculo abrasa las filas interminables de autos. Y, silueteado contra el fulgor dorado, lo ve.

Convertido en un Sansón, avanza hacia la mezquita de Qubbat As-Sajra, la Cúpula de la Roca. En sus manos, una quijada de burro refulge. Potaz tiembla ¡Benjamín! ¡Benjamín! ¡¿Qué te han hecho?! Otros jóvenes lo secundan. Arrean una vaca roja. Benjamín blande la quijada. De un solo golpe guillotina el pescuezo del animal. La sangre brota como una cascada. La corriente empuja a Benjamín y a los otros contra las paredes del santuario. El hercúleo guerrero enarbola de nuevo la quijada. Arremete contra las columnas de piedras de diferentes colores, destrozándolas. El templo se derrumba sobre ellos, aplastándolos. La cúpula dorada rueda. En cada rotación multiplica su tamaño, por diez, por cien, por mil. Pronto arrasa toda la ciudad de Jerusalem. Todo Oriente Medio. Desvasta la vieja Europa y no se detiene ante la costa este del norte del continente americano.

El alarido opaca el estrépito del tránsito. El de sombrero negro lo mira con desdén. Potaz se pone de pie, desconsolado. Con los puños cerrados acomete contra el hombre del sobretodo negro. El más corpulento de los caminantes, el parecido a Benjamín, corre tras él. Lo detiene con manos férreas, profesionales.

– ¡Devuélvanme a mi hijo! –se retuerce Potaz. El de barba objeta su impertinencia.

– ¡Apártese! ¡Somos gente piadosa!

domingo, 14 de marzo de 2010

Todo un líder

Aquiles Malfatti pasea su figura de más de un metro ochenta frente al espejo de cuerpo entero de su espaciosa oficina. Embelesado con sus ojos grises, con su cabellera tupida, lacia y entrecana, con su sonrisa torcida, farfulla: esta va a ser la más magistral de mis jugadas.


Aquiles ostenta el cargo de gerente general de una empresa de logística. Se caracteriza por su alta ejecutividad, velocidad de reflejos, audacia competitiva y por torturar psicológicamente a sus empleados. La firma en la que trabaja ha sufrido los embates de varias crisis. La situación de la compañía es crítica. Malfatti, considera que es el momento indicado para convocar una reunión de directorio. Frente a los adustos rostros de los accionistas, herederos en su mayoría de los fundadores del negocio, expone con franqueza la delicada coyuntura por la que atraviesa la organización. Los miembros del directorio no pueden ocultar la consternación que el hecho les produce. Aquiles, utilizando convincentes argumentos, logra que le aprueben deshacerse de la sociedad.

El gerente general vende la empresa a un grupo extranjero en tiempo record. Él, que ya ha sobrevivido a dos due dilligences de anteriores gestiones en otras empresas, logra quedar a mando de este nuevo interregno. Un funcionario del grupo adquirente, enviado desde la filial en Chile, pronto aprueba sus planes. Le firma un poder plenipotenciario y cruza la cordillera ese mismo día.

En sólo cuarenta y cinco días barre con el cien por ciento de los puestos de trabajo. En primer lugar descabeza la gerencia de compras, en su lugar coloca a un antiguo colega que realiza compras por cantidades colosales de materiales de construcción, de computadoras y periféricos de última generación y de nuevo mobiliario de diseño exclusivo, todo para renovar la empresa. En segundo lugar descabeza la gerencia de operaciones, él mismo vende las instalaciones y todos los camiones, semis y acoplados reemplazándolos por viejas unidades estropeadas. Por último despide a los administrativos que quedan y contrata un nuevo servicio de seguridad.

El día número cuarenta y seis al proveedor de computadoras le llega el primer cheque rechazado. Ese mismo Malfatti revende todas las nuevas adquisiciones realizadas por el nuevo gerente de compras a menos de la mitad de su valor y al contado. También llegan los primeros delegados sindicales y son expulsados por unos férreos guardias. El día número cuarenta y siete la playa de estacionamiento del establecimiento estalla, abarrotada de manifestantes reclamando por sus puestos de trabajo y un grupo de proveedores exigiendo los pagos incumplidos. Aquiles Malfatti se mira en el espejo, deteniéndose en sus ojos grises, en su cabellera tupida, lacia y entrecana, en su sonrisa torcida, farfulla: dicen que sos un hijo de puta, vas bien.

Cartas documentos, cédulas, oficios y demandas comienzan a llegar al domicilio de la empresa y también a su hogar. Malfatti, las ignora. Su esposa se enoja con él. La echa del hogar. Ella se lleva a los chicos. Él hace una fiesta en su lujoso departamento con su compinche, el nuevo gerente de compras, y cuatro modelos rutilantes. El funcionario chileno llega hecho una furia, él lo espera en el aeropuerto. Antes de llevarlo a la empresa lo invita a desayunar frente al río. Vierte una sustancia en su café. Lo conduce a un departamento privado y lo fotografía mientras una mulata le practica una fellatio y una rubia ruge con la vagina apoyada en su boca abierta. Envía la foto a la sede de Santiago. La quiebra se decreta en tiempo record, tal como lo planeó, en noventa días.

Aburrido, la depresión lo embarga y durante meses no sale de su departamento. Después de largas reflexiones decide acabar con su vida pero antes se propone dar a conocer sus motivos. La primer conferencia la brinda en la Universidad Popular de Belgrano, asisten poco más de veinte personas. A viva voz, apelando a todos los recursos dramáticos por él conocidos, denuncia los truculentos manejos de los directorios para con los recursos humanos. A la segunda conferencia, organizada en un centro cultural del barrio de Flores asisten cerca de un centenar de personas. La tercera se lleva a cabo en un teatro del barrio Monserrat, los asistentes ascienden a quinientos. Las conferencias son cada vez más exitosas y Aquiles se hace de un grupo de seguidores. En la última, organizada en la cancha de Atlanta, los invita a formar parte de un suicidio en masa en protesta por el mal trato al que han sido sometidos durante su vida laboral.

El evento se lleva a cabo en una isla del delta del Tigre. Ciento cincuenta seguidores cantan un himno parafraseando la canción Héroes de David Bowie, compuesto por el mismo Aquiles. Los acólitos beben el cóctel venenoso luego de un almuerzo frugal. Malfatti los observa. A los pocos minutos los cuerpos se retuercen sobre el césped bien cuidado Aquiles estalla de alegría. Está tan contento que decide no suicidarse. Arroja al río el contenido de su cáliz de plata. Un enjambre de helicópteros rodea la isla. Descienden casi al mismo tiempo. Enfermeros corren a socorrer a los yacentes. Un par de hombres con traje oscuro arrastran a Malfatti a una de las naves. Despegan en el acto. Viaja frente a un hombre de gruesos bigotes que sonríe.

– ¡Bienvenido! –le dice– ¡Vos sí que tenés futuro en la política!

lunes, 22 de febrero de 2010

H(ijo) P(ródigo)

Desde el balcón del piso noventa y tres Ernesto Che Domingo escucha la marea de lodo golpear las placas de contención que cubren los pisos inferiores clausurados. Los guiños del helicóptero pidiendo pista distrae su atención hasta ese momento fija en la costa de la ciudad estado vecina. La nave sobrevuela la terraza.


– Están llegando los cornúpetos –anuncia el asistente.

– Ya me visto… –entra a la habitación, el vidrio blindado se cierra tras él. Activa el espejo pared con sólo detenerse junto al vestidor. Se mira: la redondez exagerada de los ojos, la nariz diminuta y apenas respingada. Desliza la mirada por la figura andrógina reflejada, cautivado. Elige una camisa de seda salvaje y unos pantaloncitos de piel morena cultivada. Pasa a la sala principal. Los recién llegados lo esperan en la recepción de nácar. Cerrando los párpados y cabeceando suavemente le indica a su asistente que los haga pasar. Los asesores no se hacen desear.

– Mi esposa le envía este obsequio –se acerca uno tendiéndole una holocard. El candidato la enciende. Casi desnuda, meneándose al compás de unas tumbadoras lejanas, la mujer susurra elogios y buenos augurios, cierra la proyección con una invitación en la suite pasional del Neo Faena.

– Muy agradecido… Siéntense –los asesores se acomodan en unas butacas enanas tapizadas en piel de venado. El candidato se recuesta sobre un chaise longue– ¿Qué dicen las encuestas?

– El setenta por ciento del electorado lo prefiere –asegura el del holograma.

– Cifras semejantes manipulan los asesores de Eva Kristin.

– ¡Ese estudio es falso! No mide el impacto de su retorno, Ernesto Che Domingo. La promesa de restaurar el viejo país inflama a muchos –interviene el más canoso–. Su gira por las ciudades estado de la Puna, el Cuyo, los Valles Mediterráneos y la Patagonia ha despertado grandes expectativas.

– Eva Kristin nunca abandonó el domo de Barrio Parque… –denosta el tercer asesor.

– Sí. Y los habitantes de esas ciudades quedaron embobados con mi imagen, con mis alusiones… –el candidato ríe y su risa es un canto ya escuchado.



Eva Kristin arroja un frasco de Kenzo Nuit contra la pantalla. El holo de Ernesto Che Domingo estalla en esquirlas de cristal orgánico. El perfume provoca chispas en los biochips del computador.

– ¡Ese imbécil no puede arrebatarme mi cetro!

– Mi lady. Mantenga la calma. Podremos con él… –sosiega la secretaria personal de la Máxima Protectora.

– ¡¿Cómo?! Está cautivando a todos esos mamertos de pija fláccida ¡Y ni hablar de sus pobres y famélicas hembras! ¡Quiero saber quién permitió esa proyección! ¡Que vengan los censores!

– Mi Dama. Fue una transmisión pirata que interrumpió la programación.

– Entonces que vengan los firewalls soldiers, ¿cómo pudieron?... o tenemos infiltrados…

– ¡Eva! –chilla la secretaria señalando el gabinete del computador. Por encima de la torreta de carbono se forma una imagen. Ernesto Che Domingo les guiña un ojo.

– Hola, mis chichis…

– ¡¿Cómo te atrevés?!

– Señora, no pierda los estribos... quisiera una charla a solas –mandataria y secretaria intercambian miradas. Eva Kristin asiente. La secretaria se retira, custodiada por las pupilas de su patrona. La puerta se cierra herméticamente.

– ¿Qué querés?

– Eva, no podés seguir así, tu deterioro es evidente.

– ¡No quiero seguir escuchando!

–  Eva... todavía estás a tiempo. Una temporada en una clínica regeneradora… renovación absoluta, integral, de cada molécula que conforma cada célula de tu bello ser.

– Y dejarte a vos el poder…

– Para volver… más tarde… como mi esposa.

– Querido, eso no está bien visto.

– Lo aceptarán. Serías una nueva persona, una diosa. A la chusma la convencemos fácil ¿Qué decís?

– Me encantaría, pero…

– Iniciaríamos una dinastía eterna. Renovándonos uno y otro, para siempre.

– ¡Hijo…!

– ¡Madre…!