lunes, 26 de octubre de 2009

Una conjetura

El cuerpo enfrenta el vacío. Al borde del fiordo realiza el movimiento de arrojar un guijarro. Una, dos, tres veces. Luego una quietud ataráxica se adueña de la figura. Más tarde realiza el ademán de dejar caer el pedrusco, pero las falanges de la mano no responden y el guijarro continúa aferrado. Los ojos apagados del joven se encienden. Los labios hasta ahora firmemente sellados, se entreabren. Las pupilas se pegan al extremo izquierdo de los párpados. Entre dientes ordena a su brazo levantar la piedra a la altura de sus ojos. El miembro no realiza movimiento alguno. Comienza a sudar.
– ¡Socorro! ¡Estoy paralizado! –intenta gritar pero apenas alcanza a farfullar. Desfallece. Entonces Ulises Fatur se ve a sí mismo, inerte, al borde del fiordo Un estruendo como una explosión aturde de repente la percepción auditiva del muchacho y ve a través de sus ojos la orilla opuesta. Inicia una vez más el movimiento de arrojar el guijarro. La piedra sale disparada de su mano. Se hunde sordamente en las aguas del lago. Repite el mismo movimiento otras doce veces como un autómata. Luego hace el ademán de dejar caer el guijarro que ya no tiene en la mano y la levanta a la altura de sus ojos. Observa sus dedos con extrañeza. Ya no recuerda nada del terror experimentado hace instantes. Se encoge de hombros y gira sobre sus talones, encaminándose rumbo al campamento. Anda así unos metros cuando evoca haber vivido con anterioridad esa situación. Acompañado por la extrañeza baja por el sendero que lo lleva hasta la ruta. Observa que su sombra lo antecede vibrando sobre la grava. Se detiene, recuerda que había hecho la misma observación un momento antes, cuando hacía el camino de ida. Consulta el reloj. Habían pasado más de seis horas. No recuerda nada de lo acontecido en la excursión. Ni siquiera recuerda haber estado pensado en los temas que lo trajeron a los lagos de la Patagonia. Camina por el borde de la cinta asfáltica mirando el suelo por delante de sus pasos. Llega al campamento sudado y sediento. Esquiva cuerdas y tirantes hasta encontrar en el laberinto de carpas la parcela dónde tiene armada la suya, un iglú de alta montaña. Bebe agua de una botella plástica que conserva dentro de una hielera, bajo la sombra de un toldito que instaló entre la entrada de la carpa y la rama de un pino. En la parcela vecina unas chicas arman una carpa canadiense. Chillan y ríen mientras clavan las estacas y extienden las cuerdas de los tirantes en forma exagerada. Las mira de soslayo. Observa que son tres y llamativas. Entra a su carpa. Vuelve a salir con un cuaderno de notas. Se sienta en un banco desplegable. Abre el cuaderno. Pasa las hojas. Se detiene en una.
– ¡Qué concentrado que está! –comenta una.
– ¿No le interesará compartir con nosotras sus desvelos? –continúa otra. Él las mira disgustado.
– Se está enojando, pobre… –interviene la tercera. Las tres se largan a reír. Ulises entra al iglú, sonrojado.
El objetivo de su viaje a los lagos del sur era el de encontrar paz y tranquilidad para reflexionar acerca de sus últimos descubrimientos relacionados con la conjetura de Maldacena. Hasta ese día había encontrado muy poco de una y de la otra. Toda las noches fogones y guitarreadas, luego jadeos y gemidos en carpas vecinas. Durante el día se cruzaba con contingentes de muchachos y muchachas por todos lados. Salvo ese día en que encontró un lugar como el que había estado buscando, sin presencia humana, alejado del campamento, donde el lago hería profundamente a la tierra y la costa era una pared escarpada. Un paraje apartado de los senderos habituales. Pero ahora no recuerda nada de lo que ocurrió. Se esfuerza en realizar una reconstrucción eidética de la excursión. Una imagen cobra forma en su mente. Ulises había llegado al acantilado lacustre siguiendo a una extraña mancha que se le aparecía en forma intermitente en el campo visual. Por momentos era opaca y oscura luego iridiscente para convertirse después en un destello plateado intermitente. Al principio creyó que se trataba de agotamiento, casi no había podido pegar un ojo en las tres noches que estaba acampando. Luego pensó que se trataba de alguna afección en la retina. Pero la mancha aparecía en diferentes puntos, y cuando titilaba en un mismo sitio este se mantenía aunque fijase la vista en otro lugar. Entonces decidió caminar en la dirección en que aparecía el fenómeno. Así fue cómo llegó al borde del escarpado fiordo del lago Nahuel Huapi.
Cena frugalmente. Entra a la carpa temprano dispuesto a dormir. Sus vecinas, sentadas sobre unos troncos, cantan canciones, dos de ellas rasgan unas guitarras afinadas en tonalidades muy particulares. Sus voces suenan armónicas y, escuchando la canción de versos extraños, Ulises se duerme profundamente. Se ve a sí mismo saltando del acantilado a las oscuras y frías aguas del lago. Chapuza en el líquido helado y se despierta. No está en su carpa. Desnudo y empapado, el gélido viento nocturno lo hace tiritar. Una suave voz femenina acaricia sus oídos.
– ¿Deseas calor? –Ulises tiembla tanto que no puede contestar, asiente buscando a su alrededor a la mujer. Está sólo y sin saber dónde. Como un suave arrullo la voz se manifiesta nuevamente.
– ¿Querés verme? –asiente mirando fijo a un punto frente a él, donde la oscuridad parece ser más densa. El destello plateado refulge, Ulises se sobresalta.
– ¿Qué es todo esto? –gimotea.
– ¿No querías verme? –pregunta la voz femenina. El asiente una vez más alcanzando a musitar.
– Me asustás –la voz ríe encantada por la confesión del muchacho.
– No tengas miedo, Ulises. Mis compañeras y yo podemos mostrarte lo que vos más desees –se expresa la voz. El destello parpadea y en segundos se convierte en una de sus vecinas de carpa. El cuerpo resplandece en su desnudez. La canción de versos extraños comienza a sonar a su alrededor y las otras dos chicas se corporizan a su lado. También desnudas. Ulises deja de sentir frío. Sus músculos se tensan adquiriendo una tonalidad inusual. Una parte de su mente reacciona alertándolo del posible peligro.
– ¿Qué quieren de mí? –farfulla. Las tres mujeres rompen a reír al unísono. Pero sus risas no suenan ofensivas. Parecen encantadas con la reacción del muchacho.
– ¡Qué lindo que es! Una no siempre se encuentra con un joven virgen – exclama una de ellas.
– ¡No lo asustes! –interviene otra– O no va a poder encontrar la respuesta a sus interrogantes.
– ¿Ustedes pueden ayudarme con la conjetura Maldacena?
– Ya te lo dije, nosotras podemos mostrarte lo que más desees –afirma la primera.
– Concentrate y mostranos tu mayor aspiración –lo anima otra. Ulises cierra los ojos, ve frente a él un pizarrón en blanco. Las ecuaciones se van dibujando una a una hasta que su mente no puede seguir avanzando.
– No nos interesa tu simbología. Nosotras te vamos a mostrar lo que tanto te intriga –dice la primera y echa una mirada significativa a las otras dos.
Las bellas mujeres comienzan a cantar cada una en un tono y ritmo diferente. Se balancean en su sitio siguiendo la cadencia de su propia aria. Las tonadas se amalgaman elaborando una pieza musical extraordinaria. Los intestinos de Ulises se contorsionan y el diafragma se inflama vaciando los pulmones. Los párpados del muchacho se abren como dejando lugar a los globos oculares para que escapen. Ellas, sin cesar el canto, comienzan a girar alrededor de él. Ulises, movido por una fuerza ajena a su voluntad, comienza a rotar en el sentido contrario.
El singular carrusel aumenta la velocidad. Las mujeres cantan una octava más arriba. Pronto el conjunto comienza a resplandecer con una luz propia. Del bajo vientre de las cantantes se proyectan halos luminiscentes que las conectan a todas entre sí. Los rayos están compuestos por una miríada de pequeños filamentos de múltiples colores que vibran con vida propia.
El coro se detiene cuando las mujeres proyectan los fulgores sobre Ulises. El muchacho frena su rotación y el impacto de los rayos lo elevan sobre la superficie. Brama y se retuerce, adoptando posturas imposibles.
Los gendarmes encuentran el cuerpo en una playa de guijarros grises. El viento bailotea entre la copas de los alerces que circundan el lugar. Con voz femenina silba: ¡qué pena!, no pudo soportarlo.

6 comentarios:

Gonzalo Gálvez Romano dijo...

Bien, me gustan las modificaciones. Igual me reservo la propiedad de la versión Parque Rivadavia

El Mostro dijo...

Hola Luis! volveré con tiempo.

Anónimo dijo...

por qué los cadáveres que aparecen en la playa se llaman siempre Ulises?

Paula Ruggeri dijo...

Ulises y las sirenas son fascinantes. Me gusta que el lago hiera profundamente la tierra.Es así.

sagmo3@hotmail.com dijo...

sos un alienígico de vacaciones contando un día de excursión a los lagos? ¿ sacaste fotos en tu cámara-retina?

Paula Irupé Salmoiraghi dijo...

Me gustaron las personajas. Y como Ulises siempre me pareció tan odioso... (Yo eliminaría la oración final)