Creo que fue
en 1984, tal vez 1985, un amigo de entonces, Luis Frangella, organizó en el
CAYC (Centro de arte y comunicación) una muestra colectiva con artistas del
East Village neoyorquino. En esa época el CAYC, conducido y creado por Jorge
Glusberg, era uno de los pocos lugares donde se podía acceder a expresiones
artísticas vanguardistas, novedosas y experimentales dentro de una arquitectura
futurista y caprichosa. Conocí a Frangella en el Café Einstein, me impactó con
una performance: pintaba una mina con las piernas abiertas, la concha
abiertísima, debajo de la concha un plato, en el plato una cabeza, la de Juan el
Bautista. De la concha salía sangre, mucha sangre, inundaba la cabeza de Juan.
Después Luis se metía atrás del cuadro, lo rasgaba con una trincheta, aparecía
por la concha. Después destrozaba todo. Hice un corto en súper 8 con esa
performance. Unos años más tarde me robaron la cinta en el Medio Mundo Varieté,
otro antro artístico de los ochentas. Frangella había abandonado Buenos Aires y
su profesión de arquitecto, vivía en el East Village como artista plástico,
convivía con la nueva generación de artistas, Baskiat y otros.
En esa
muestra del CAYC uno podía ver obras de
esa gente. Un shock. Eso fue para mí. Había un cuadro: Rockero cagando, no recuerdo el
artista. Un fondo rojo sangre, pinceladas gruesas, desparejas, del borde
superior pendía un cable que se enroscaba en el cuello de un muchacho con corte
punk vestido con traje negro, ajustado a pesar de la ultradelgadez, camisa
blanca, corbata negra. De una de sus manos caía una guitarra eléctrica. Abajo
de sus pies una silla volteada, el cabo de cable que colgaba del cuello del
ahorcado culminaba en una bombita rota.
El tamaño del cuadro era como el de un afiche. Fui a ver ese cuadro una y otra
vez. Me obsesioné. Decidí robarlo. Justo estaba en una esquina, en un ciego de
las cámaras de seguridad. En mi obsesión planifiqué el robo al detalle: en la
muestra regalaban unos afiches, yo tenía ya varios de esos posters, eran las cortinas
de mi dormitorio, cortaría el cuadro, lo doblaría junto con un afiche y me lo
llevaría. La tarde que fui con la trincheta en el bolsillo, el tipo de
seguridad no dejó de seguirme en ningún momento. No me animé a robar el cuadro.
Sólo me quedó la sensación: nunca había visto algo tan punk como esa pintura.
Días atrás
di con Driller
Killer, un largometraje de Abel Ferrara del año 1979. Clasificado de
clase B y prohibido en Inglaterra en 1984, lo logró: es tan punk como Rockero cagando.
Y me pegó igual. Hecho con un presupuesto muy bajo y protagonizado por el mismo
Abel Ferrara con el alias de Jimmy Laine, han clasificado a Driller Killer
de película de horror barato, del peor gore, de inclasificable pretenciosa y es
para mí una auténtica pieza de cine de autor. Ya se perfilan muchas de las
escenas con las que el bueno de Abel hará las de Caín en los futuros films,
escenas de lesbianismo, iconografía católica, marginalidad urbana, desenfreno.
Cuenta la
historia de Reno Miller, un joven artista plástico que convive con dos chicas,
una de ellas su novia (Carol), la otra amante de su novia (Pamela). Está
pintando un cuadro que cree que es su obra maestra, la que los va a salvar para
siempre, pero no puede terminarlo. Deben el alquiler y no pueden pagar las cuentas.
Reno no conoce a su padre y lo busca entre los homeless que abundaban en el New
York de fines de los setentas. Pamela es fan de una banda punk, Tony Coca Cola
& the roosters, y los trae a vivir al mismo edificio en que viven ellos.
Ensayan día y noche, eso termina de enloquecer a Reno. Se compra un cinturón
batería que ve en un llame ya y empieza a salir solo en las noches con su
taladro.
El guión de
Nicholas Saint John, con aires profundos y torturados, arranca con una
situación incomprensible, presentándonos a Reno como una persona tensa e
inestable en una iglesia, escapa de ahí junto con su novia y van a buscar a
Pamela a un antro, las situaciones se suceden en aparente desconexión hasta que
estamos inmersos en la cotidianeidad irregular de los protagonistas, el uso de
la música y lo sangriento nos evoca a Darío Argento: Driller Killer tiene
escenas únicas, como cuando Reno pinta el retrato de Tony Coca Cola, , vemos al
artista en pleno proceso creativo, poniendo capas sobre capas de color
hasta
finalizar con una obra original que capta la esencia del retratado mientras el
modelo tiene sexo con Pamela. De clima agobiante constante, Abel resuelve la
trama de un modo muy, muy inteligente.