A los
veinte tenía un pedo líquido en la cabeza y estaba ansioso de saltar a otra realidad,
a algún mundo paralelo, viajar a Oriente y buscar a un santo que se dice saltó
a otro contínuum. Un cronista inglés asegura que cada tanto se aparece, le
dicen el Saltador Transformado. Así que
enfilé para el puerto y subí a un buque que iba al lejano oriente como polizón.
Marineros bengalíes me encontraron cuando Buenos Aires ya se veía chiquita. No
me pegaron, ni siquiera me dirigieron la palabra, me tiraron de una al agua. Me
debo haber desmayado del planchazo.
Desperté
en una especie de barcaza. Me estaba cuidando un marinero gordo, el parecido
con Coquito era muy gracioso y me largué a reír a las carcajadas.
— ¡Capitán! ¡Capitán!
¡Ya reaccionó! —no sé cómo expresar la sorpresa al ver entrar al camarote al
mismísimo Capitán Piluso.
— Capitán, tenemos
que ir hasta la bahía de Bengala, buscar la desembocadura del Ganges y remontarlo
hasta la ciudad sagrada —le dije saltando del catre. Pude convencerlo
diciéndole que íbamos fifty-fifty con lo que sacáramos del Sello Magnético de
Uri Ur, talismán que se decía estaba en poder del Saltador Transformado.
Cerca
del delta del río sagrado nos recibió un tifón. En medio del vapuleo de las olas
y el viento, un delfín saltó a la cubierta. Nos miró pícaro y movió el pico
trompudo que tienen los delfines de esos
mares. ¡Nos quiere decir algo!, dijo Coquito acercando la oreja. El delfín le
mordió el pabellón y pareció estallar en risas. Decidimos tirarlo de vuelta al
agua.
— Esperen, esperen,
esperen —empezó a chillar el delfín en varios idiomas—. Soy el saltador.
— ¡Se transformó en
delfín el santón! —exclamó Piluso. El tifón dio media vuelta y se fue— Gracias,
gracias —levantaban los brazos al cielo Piluso y Coquito—. Cuando vuelva al
puerto de Buenos Aires me hago mano santa —prometió en ese instante el capitán.
— No tan rápido que
no es tan fácil, que con solo querer no alcanza —amonestó el delfín y nos contó
su historia.
Una
noche, como humano, saltaba en las escalinatas que mojan sus pies en el Ganges.
Las estrellas parecían diamantes sobre un terciopelo negro. En uno de los
saltos creyó alcanzarlas, al caer perdió pie y terminó en el agua. La diosa
Ganga lo abrazó, le entregó el poderoso talismán y lo llevó hasta las
profundidades del mar. Un trío de delfines los escoltaba. Cuando la diosa lo
soltó y pudo sacar la cabeza para tomar aire ya no había cielo, ni siquiera
oscuridad, sólo una niebla. La voz de Yama retumbó en sus oídos,
bienveniiiiidooooooooo. Pero yo soy musulmán, se excusó el saltador. A otro
perro con ese hueso, retumbó de nuevo la voz del primer muerto. Los delfines lo
llevaron a unas cuevas submarinas, le cantaron sus canciones durante años hasta
convertirlo en delfín. Desde entonces salta de vez en cuando a la cubierta de
algún barco, los ayuda en la navegación y les cuenta historias enseñanzas.
Nadie lo entiende.
— ¿Y el Sello
Magnético de Uri Ur? —preguntamos los tres.
— ¡Qué sé yo! Lo perdí. Se debe haber
desmagnetizado —tuve ganas de tirarlo por la borda, en el movimiento resbalé y
caí de nuevo al agua. Desperté en una sala de primeros auxilios del puerto de
Buenos Aires. Un marinero de Prefectura entrado en carnes me miraba
impertérrito. Apareció una enfermera.
— Ya volvió —dijo.
No conozco los detalles del salvataje, en lo que a mí respecta me salvaron Coquito y el Capitán Piluso. Auténticos amigos de mi solitaria infancia con quienes tomaba la leche todas las tardes.