miércoles, 8 de julio de 2020

Cómo me rescaté de un viaje de ida

A los veinte tenía un pedo líquido en la cabeza y estaba ansioso de saltar a otra realidad, a algún mundo paralelo, viajar a Oriente y buscar a un santo que se dice saltó a otro contínuum. Un cronista inglés asegura que cada tanto se aparece, le dicen el Saltador Transformado.  Así que enfilé para el puerto y subí a un buque que iba al lejano oriente como polizón. Marineros bengalíes me encontraron cuando Buenos Aires ya se veía chiquita. No me pegaron, ni siquiera me dirigieron la palabra, me tiraron de una al agua. Me debo haber desmayado del planchazo.

Desperté en una especie de barcaza. Me estaba cuidando un marinero gordo, el parecido con Coquito era muy gracioso y me largué a reír a las carcajadas.

— ¡Capitán! ¡Capitán! ¡Ya reaccionó! —no sé cómo expresar la sorpresa al ver entrar al camarote al mismísimo Capitán Piluso.

— Capitán, tenemos que ir hasta la bahía de Bengala, buscar la desembocadura del Ganges y remontarlo hasta la ciudad sagrada —le dije saltando del catre. Pude convencerlo diciéndole que íbamos fifty-fifty con lo que sacáramos del Sello Magnético de Uri Ur, talismán que se decía estaba en poder del Saltador Transformado.

Cerca del delta del río sagrado nos recibió un tifón. En medio del vapuleo de las olas y el viento, un delfín saltó a la cubierta. Nos miró pícaro y movió el pico trompudo que tienen los delfines de  esos mares. ¡Nos quiere decir algo!, dijo Coquito acercando la oreja. El delfín le mordió el pabellón y pareció estallar en risas. Decidimos tirarlo de vuelta al agua.

— Esperen, esperen, esperen —empezó a chillar el delfín en varios idiomas—. Soy el saltador.

— ¡Se transformó en delfín el santón! —exclamó Piluso. El tifón dio media vuelta y se fue— Gracias, gracias —levantaban los brazos al cielo Piluso y Coquito—. Cuando vuelva al puerto de Buenos Aires me hago mano santa —prometió en ese instante el capitán.

— No tan rápido que no es tan fácil, que con solo querer no alcanza —amonestó el delfín y nos contó su historia.

Una noche, como humano, saltaba en las escalinatas que mojan sus pies en el Ganges. Las estrellas parecían diamantes sobre un terciopelo negro. En uno de los saltos creyó alcanzarlas, al caer perdió pie y terminó en el agua. La diosa Ganga lo abrazó, le entregó el poderoso talismán y lo llevó hasta las profundidades del mar. Un trío de delfines los escoltaba. Cuando la diosa lo soltó y pudo sacar la cabeza para tomar aire ya no había cielo, ni siquiera oscuridad, sólo una niebla. La voz de Yama retumbó en sus oídos, bienveniiiiidooooooooo. Pero yo soy musulmán, se excusó el saltador. A otro perro con ese hueso, retumbó de nuevo la voz del primer muerto. Los delfines lo llevaron a unas cuevas submarinas, le cantaron sus canciones durante años hasta convertirlo en delfín. Desde entonces salta de vez en cuando a la cubierta de algún barco, los ayuda en la navegación y les cuenta historias enseñanzas. Nadie lo entiende.

— ¿Y el Sello Magnético de Uri Ur? —preguntamos los tres.

— ¡Qué sé yo! Lo perdí. Se debe haber desmagnetizado —tuve ganas de tirarlo por la borda, en el movimiento resbalé y caí de nuevo al agua. Desperté en una sala de primeros auxilios del puerto de Buenos Aires. Un marinero de Prefectura entrado en carnes me miraba impertérrito. Apareció una enfermera.

— Ya volvió —dijo.

No conozco los detalles del salvataje, en lo que a mí respecta me salvaron Coquito y el Capitán Piluso. Auténticos amigos de mi solitaria infancia con quienes tomaba la leche todas las tardes.

 


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