—¿De qué se ríe, tordo? —le pregunté, a un costado ya
había tres botellas de cabernet sauvignon vacías sobre la mesa, el reloj con el
escudo de Boca marcaba las trece y siete.
—Lo que acabás de contar de esa mina, me hace acordar a
otra historia —me contestó el abogado—. Hablando de minas y de minas que son
unas buenas hijas de puta, te voy a informar que las hay de dos clases: las
locas de la cabeza y las locas de la concha. Eso es así como que yo soy el
Alfredo, como que lo que hay en el vaso es vino y como que lo que hay en la
panera es pan. Las minas están cada vez peor, cada día más locas. Y para ser
más claro te voy a contar una historia y te aclaro que lo que te voy a contar
no lo leí en Radiolandia 2000, ni lo vi en la tele en un programa de chismes…
lo viví, seguí el caso de cerca, y si no me crees… ¡es tu problema! —el viejo
ya se estaba enervando, sus mejillas y su papada de hipopótamo estaban virando
al púrpura.
—Tranquilo, tordo. Cuente que me interesa.
—Va, pero ante el hecho evidente de que no queda más
vino tinto, te voy a pedir que muevas el culito y traigas de la heladera una
damajuana.
Fui a la cocina, sobre una hornalla al fuego mínimo
humeaba una olla enorme. El aroma que al
inflamado abogado le parecía el summun delikatessen, a mí me apestaba a
pastiche podrido. Saqué la damajuana de la heladera. Estaba abierta y sólo
quedaba la mitad. Volví al estudio. El doctor extendió su vaso y lo llené.
—Esta historia que te voy a contar es real. Es real
porque pasó. Así de simple. Es la historia de un pajarito y de una hija de mil puta,
una de las más malas hijas de la más mala madre que hay, pero hay que
reconocer, muy astuta. Estoy hablando de La Gordi. Ese es su nombre
de batalla. No te voy a decir su nombre real porque ella todavía anda por ahí,
enganchando giles ¿Y quién soy yo para avivarte a vos? La Gordi es una mina diligente,
no me preguntes que quiero decir con diligente, pero digamos que es una mina
diligente y que le gusta mucho la guita, es capaz de hacer cualquier cosa por
guita. Claro que esta mina no puede hacer la calle, ¿quién va a pagar por un
polvo con La Gordi? No obstante se las arregla muy bien, siempre tiene a más de
un punto alrededor suyo y no hubo uno que le pudiese sacar un mango. Esta mina
anda en cosas raras –hizo una pausa y se me quedó mirando, pestañando muchas
veces, otorgando un toque de mayor picardía a sus acuosos ojitos verdes, casi ocultos
tras unas enormes bolsas.
—¿Qué tipo de cosas raras?
—La mina trafica, gil. Vende frula y, según algunos
conocedores, de la buena. Los clientes la llaman a un teléfono celular y ella
va a entregar a donde le digan. Tiene una cartera de clientes, digamos, selecta
y no vende minucias, maneja un volumen interesante. Una mañana recibe un
llamado de uno de sus clientes, un punto muy piripipí, que trabajaba, bueno
¡trabajaba!, el punto era el cafiolo de unos gatos de la zona de Recoleta, y le
pide una cantidad importante de merca con urgencia. Ella todavía no se había
ido a dormir, pero como ya dije, es una mina diligente, así que agarró la
cantidad solicitada, la metió en una cartera y salió a hacer su entrega. Te
aclaro que La Gordi se viste de un modo muy peculiar, sea verano o invierno usa
unas blusas o camisolas de seda muy coloridas y con el escote muy pronunciado,
le gusta mostrar sus voluminosas tetas. Sabe que con eso distrae a la gilada.
En las patas usa solamente medias, no se pone polleras ni pantalones, también
colorinche. Si hace frío se pone un saco o un tapado sobre ese atuendo. Pero
siempre se viste así. Tiene la colección de blusas, camisolas y medias, más
grande y estrambótica del país.
—Es una gorda sarpada.
—No te quepa la menor duda. Es toda una hija de puta.
Una mina que se merece que le peguen una patada en la... bueno como te decía agarró
la cartera y se fue para Recoleta y es aquí donde entra en acción el pajarito,
que más que pajarito es un perejil, la figura misma del otario. Imaginátelo,
enclenque, pelo largo enrulado peinado para atrás, anteojos de armazón plástico
grueso colorados, vestido con un saco que le queda grande y encima creyéndose
listo, creyéndose un ganador. Lo voy a bautizar El Bobi, por llamarlo de alguna
manera dentro de esta historia que te cuento, que por otro lado insisto en que
es real, ¡lo juro porque te caigas muerto de cáncer ahora mismo!
—Dele , tordo, siga…
—¡Ah! ¡Picaste, gilum! ¡Te interesó la historia! ¡Si
querés que siga contando, canalla, no me hagas pasar sed! ¡Dame más vino que se
terminó! —le llené de nuevo el vaso— Escuchá bien, porque creo que te estoy
desasnando. Tengo la sensación de que vos todavía sos un chichipío que tiene
muchas cosas que aprender y que todavía hay cosas o actitudes de las personas
que te sorprenden o que te indignan. Yo, en cambio, ya perdí toda capacidad de
asombro. Estamos en una época en que no se respeta nada, una época en la que
todos los códigos han sido violados, sino mirá como se comportan ahora los
chorros, te matan por unas chirolas. Bueno como te decía El Bobi se cree muy
listo y, por alguna razón de índole hormonal, decidió que esa mañana de
primavera era una buena mañana para levantarse minas por Recoleta ¡Qué gil!
A esta hora están todas volviendo de los gimnasios con
la ropita bien ajustadas, ¡potras divinas!, piensa El Bobi. A través de sus
anteojos de miope divisa a una beldad que se acerca trotando. Se le interpone
en su camino
—¿Solita, bebé? ¿No querés que corramos juntos?
—¡Correte, idiota!
—¡Uy, Dios, qué loca que está esta mina! Brrrr —tiembla.
¿Y esa otra? ¡Qué ojos que tiene la elfa de mis sueños de plenilunio! La mujer,
vestida con un trajecito sastre color trigo, hojea una revista de negocios
frente a un kiosco. El Bobi se le acerca.
—Hola, bombóm ¿Charlamos de business en el café?
—¡Qué desubicado! ¡Andate o llamo a un policía!
—Chau, hermosa, te amo.
A los personajes de Buenos Aires, reza el cartel sobre
la fachada de La Biela, La Gordi , apostada en la puerta del bar, inspecciona
las inmediaciones. Localiza a su cliente sentado en un banco en el paseo que va
a la parroquia de Nuestra Señora del Pilar. Él también la ve, se desmonta los clipper
Ray Ban y con un movimiento de cabeza le indica que se acerque. La Gordi da un paso, mira hacia
la otra esquina y se para en seco. Un auto con dos tipos adentro no le gusta. Mira
a su cliente, el de los clipper Ray Ban se
acomoda y golpea el asiento invitándola. Ella niega con la cabeza, un
movimiento suave. El comprador la llama . Ella atiende al instante.
—¿Qué te pasa mamita que no te acercás?
—Me estás entregando, hijo de puta.
—¿Estás paranoica? Yo creía que vos no tomabas... no seas
loca, hay gente en La Biela
que no quiero saludar.
—Bueno, bueno, ahí voy —contesta ella y corta. ¡Pero
mirá a esa rellenita en la esquina!, se dice El Bobi con alegría. ¡Qué
delanteras que tiene!
—¿Me estás esperando? —la encara.
La Gordi se sobresalta. Lo mira de arriba a abajo, luego sonríe.
—A vos te mandó mi ángel de la guarda —lo saluda casi
cantando.
—¿Estás en problemas, gatito?
—Sí, pajarito —hace un pucherito.
—¿Qué te pasa? Yo te puedo ayudar.
—¡Ay, que divino! No es nada grave, mi vida. Es que
acabo de torcerme el tobillo y me duele tanto que no puedo dar ni un paso más.
—Pero vamos a un lugar tranquilo que te hago unos
masajes —se entusiasma El Bobi.
—Sí, sí, a donde vos quieras, pero antes me tenés que
hacer un favor.
—Lo que quieras –responde El Bobi a punto de
zambullirse entre sus pechos.
—Buenoooo —lo frena y saca el paquete de su cartera—
Todavía me queda por hacer una pequeña tarea, después tengo todo el resto del
día para vos, ¿sabés? Ahora prestá atención, ¿ves al señor que está sentado en
aquel banco?
—¿Cuál? —pregunta El Bobi entornando los ojos.
—El que tiene los anteojos de sol con armazón dorado —indica
ella y desliza en el bolsillo del saco el paquete con la cocaína. El Bobi la
mira desconcertado— Soy cadeta de un laboratorio químico. Ese señor no me
conoce y hay que entregarle la muestra que te dejé en el bolsillo. Vos dásela y
decile que se lo mandan del laboratorio.
—Yo se lo llevo, pero después nos vamos a tomar algo,
¿sí? No te vayas a ir.
—No, mi vida. Yo te espero acá, si no puedo caminar...
Desde el auto observan los movimientos. Otro, sentado
junto a unas señoras que se asolean, vigila con atención al de los anteojos
dorados. El Bobi se acerca al comprador con el paquete en las manos.
—Disculpe señor, buenos días. Me envían del
laboratorio para entregarle una muestra… —el comprador se levanta como un rayo
y le pega una patada en las costillas. Le saca el paquete de las manos y se lo
vuelve a meter en un bolsillo del saco. Uno de los policías sale del auto dando
a los gritos la voz de alto. El comprador sale corriendo hacia la parroquia. El
policía del banco corre tras él. La
Gordi se escabulle entre las mesas de la vereda. El toxi que
dió la voz de alto desenfunda un .38 y corre hacia El Bobi. El chico se
despabila y sale corriendo a toda velocidad rumbo a la avenida Libertador. El
policía que quedó en el auto pone primera y arranca dejando la marca de las
ruedas en el pavimento. Arremete tras el muchacho. En la entrada al
estacionamiento subterráneo le cruza el coche. El Bobi vuela por encima del
capot y cae rodando sobre el césped, se incorpora y sigue corriendo. El policía
sube el auto pero no puede avanzar más que unos metros, está lleno de gente tomando
sol. El otro, sin aliento, trota con el arma en la mano. Busca al muchacho. No
lo ve. Suena el handy. El policía que estaba disimulado en el banco, le informa
que perdió al comprador.
—Ese no nos importa. Es el cebo. ¿Dónde esta el otro?
Cambio.
—Lo estoy viendo. Está entrando al cementerio. Cambio.
—Cubrí la puerta.
El Bobi corre por el pasillo central del cementerio
hasta el monumento al General Pedro Aramburu, ahí gira hacia la izquierda y
luego toma uno de los pasajes oblicuos. Lo recorre hasta que en una esquina,
donde está el mausoleo de la familia Roca, encuentra un lugar para vigilar y
esconderse, un enclave que tiene salida hacia tres pasillos.
Los policías se encuentran en la entrada del
camposanto. Se colocan la placa en un lugar visible y entran armas en mano. Se
dividen, uno queda en la puerta, vigilando, los otros dos van por caminos
diferentes. El Bobi tiembla, acurrucado contra la esquina de la tumba, mira
para todos lados. Un toxi pasa por el pasaje frente al mausoleo Roca. El Bobi
se aleja pegado a la pared del panteón después corre en silencio para el otro
lado por un pasaje oblicuo. Se oculta en la puerta de un mausoleo chico. Ve pasar al otro, al final
de ese pasaje, suspira, levanta la vista, por una avenida hay panteón muy
grande, separado de los demás, una enredadera se eleva a sus costados creando
una frondosa vegetación en la cúspide de la bóveda. Decide correr hasta ahí,
treparse por la planta y saltar a la calle. Corre a máxima velocidad y gana una
rama gruesa de un salto. Trepa como un mono hasta que escucha el grito.
—¡No te muevas! —vocifera el oficial a cargo
apuntándole con el .38. El otro sonríe, también apuntándole con una 9 mm.— ¿Bajas?,
o te tumbamos de un hondazo, pajarito.
—¡No puedo creer que haya alguien tan gil! —dije
cuando el tordo terminó de contar la historia.
—¿Estás dudando de mi palabra?
—Me cuesta creer que aún quede alguien tan inocente
como ese chico. Es más, no sé si alguna vez vivió una persona tan incauta.
—No me equivoco cuando digo que a vos todavía te falta
mucha suela que gastar. La historia todavía no terminó. Como te dije antes, las
minas pueden ser locas del mate o locas de la concha. A veces es difícil
discernir cuál de las dos locuras las aqueja. Por algún motivo que desconocemos,
La Gordi no
dejó las cosas ahí nomás. Tal vez porque nunca antes fue tan deseada, tal vez
porque en el fondo El Bobi sea un ganador, ella movió sus contactos. La
evidencia, o sea el paquete con la droga, se perdió en la comisaría, y el pibe
salió libre en unas pocas horas sin necesidad de realizar demasiados trámites.
Lo cierto es que ni en las actas de la seccional ni en ningún archivo policial
existe mención a ese disparatado operativo.
—Tordo, yo creo que usted es un gran fabulador y en el
fondo, un romántico.
—Y yo creo que vos sos un pajarito.
Esa fue la última vez que lo vi al tordo. Murió una semana más tarde de
un paro cardíaco. Muchos fueron al velorio, había gente de toda clase y
condición: jueces, abogados, bribones, empresarios, sindicalistas, cantantes de
tango y artistas plásticos. Antes de que cierren el cajón entró una pareja,
ella estaba vestida con una camisola violeta y verde que le llegaba a la mitad
de los muslos, sus piernas cubiertas por unas medias amarillas eran macizas y
regordetas, él, de estatura mediana, desgarbado, con el cabello largo peinado
para atrás, portaba sobre su nariz ligeramente aguileña unos anteojos de
armazón plástico colorados. Se acercaron al cajón. Ella besó la frente del
cadáver, él le apretó las manos, luego se fueron tristes, abrazados.