Golpetea la
fórmica gastada del mostrador. Uno de sus pies también golpetea la baldosa. No
hay ritmo. Recursos humanos dice en el cartel de acrílico en forma de carpa. Un
empleado somnoliento se le acerca. Deja el certificado abajo de los dedos
inquietos.
—¿Y de la
nueva sucursal que se sabe? —detiene la percusión.
—Tenés que
preguntarle a Magunza.
Magunza, Magunza, protesta una
de las incesantes voces internas, la cabrona, ¡¿dónde está el bendito Magunza?!
Se acomoda el impermeable sobre el saco y sale de la oficina. Garúa, tristeza,
que hasta el cielo se ha puesto a llorar, canta otra de sus voces internas, la comedida
¡Tristeza las pelotas!, la contradice la cabrona, ¡odio, bronca, destrucción, mutilación!
Rayos rojos en el video interno
Camina tres cuadras. El auto está
atrapado entre un Falcon de los setentas y una 4x4 enorme ¡Estoy harto!, la
cabrona. Sube al auto. Da contacto. La máquina tose pero no arranca ¡Auto de
mieeeeerrrrda!, sigue cabrona. Vuelve a intentarlo. Le responde la tos.
Sale del auto. Levanta el capot. Revisa
la batería. Verifica que las conexiones estén ajustadas. Están un tanto flojas.
Constata en ese instante que los bornes están sulfatados. Unas gotas se cuelan
por el cuello de la camisa ocasionándole un escalofrío ¡Ay!, que chucho, relaja
comedida. Limpia los bornes lo mejor que puede con un trapo ajado, calzoncillo
roto olvidado en una tobera. Ajusta los extremos de los cables a los polos de la
batería y se sube al auto. Gira la llave. El motor arranca. Suspira. En el auto
de papá nos iremos a paseaaaaarrrr, canta comedida. Forcejea con el volante,
haciéndolo girar hacia un lado. Pisa el embrague. El cambio no entra. ¡Ayyyyyy!,
Magunza, cómo te patearía el culo, se expresa cabrona. El cambio entra. Retrocede.
Gira el volante hacia el otro lado. Avanza. Vuelve a intentar colocar la marcha
atrás. No entra. El motor se para. ¡Hijo de mil…! Hijo de mil…!, canturrea comedida
aludiendo también a Magunza. ¡Infeliz!, acentúa cabrona. El motor enciende al
primer intento. Coloca la marcha atrás. Retrocede unos pocos centímetros. Gira
el volante una vez más. Adelanta apenas un palmo. Todavía no puede sacar el
auto del encierro. Recula. Avanza una vez más. Cuando el auto ya está a punto
de salir golpea la óptica con las aparatosas defensas metálicas del Falcon
viejo, el vidrio se quiebra en tres partes ¡Lo voy a incendiar!, despotrica cabrona
¡Tendrían que mandarlos a todos a desguace!, culmina Malatesta en voz alta.
El embotellamiento es de una densidad
tal que avanza de a metros por hora. Peatones apurados, bajo paraguas
maltrechos y con las solapas de sus abrigos levantadas, se interponen entre su
auto y el de adelante ¡Por qué no cruzan por la esquina!, desbarra. La garúa se
convierte en franca lluvia. La marcha lenta y engorrosa provoca calores en algunas
zonas de la cavidad craneana de Malatesta. Los rayos rojos del video interno se
convierten ráfagas que ascienden y se pierden en la nada oscura. Una parte su
mente, la que a veces se expresa con la voz razonable controla que la
temperatura no supere los grados celsius aconsejables. Arranca y frena, arranca
y frena, arranca y frena hasta que entra a la avenida.
En la arteria avanza con más
soltura. Al rato nota que el auto tiende a irse hacia la derecha. Ignora el
síntoma y sigue. Cuando lo agarre a ese sorete de Magunza le voy a recordar
todo lo que hice por él en la zona sur… me lo debe todo… a mí… que gasté mis
suelas por los peores lugares…, manifiesta cabrona ¡Pero qué le pasa a este
cascajo!, interrumpe el hilo de los pensamientos el propio Malatesta. La
tendencia del vehículo a desviarse a la derecha ya es exagerada. De un auto
vecino le tocan varias veces bocina, él los mira con los ojos desencajados, el
izquierdo algo desviado hacia un costado. ¡Estás en llanta!, le gritan.
Corresponde con un movimiento de cabeza y se detiene al borde de la vereda. La
lluvia arrecia. Sale del coche. La cubierta está totalmente desinflada. La ira
invade no sólo ese espacio misterioso en el que el ego reina sino que avanza
tomando la cavidad craneana entera. Las ráfagas giren en un torbellino alocado.
Malatesta despotrica contra su dios, al que considera el creador de todo lo
bueno, de todo lo malo, luego continúa con todas las formas de vida conocidas,
no se detiene hasta alcanzar el universo entero, al menos ese espacio por él
conocido.
Abre el baúl, saca el gato,
llave cruz y rueda de auxilio. Con un suspiro se pone manos a la obra. Cambia
la rueda. El auxilio también está en llanta ¡POR QUÉ A MÍ!, es el significado
de lo que para los transeúntes suena como un alarido. Empapado, humea. Sube al
auto. Arranca. Acelera. Desde los otros autos lo miran. Él los ignora a todos. Encuentra
una gomería. Entra al local. Un empleado vestido de un jean y un buzo, negros
de mugre, sale a atenderlo. Sale del auto. El tajo en el zócalo es una risa
socarrona. ¡Mierda!, grita cabrona.
—¿Cuánto
sale una cubierta usada como ésta?
—Quinientos
setenta —escupe el gomero. Malatesta revisa los bolsillos. Encuentra un billete
de cien pesos, dos de diez y tres pesos en monedas ¿¡En qué se me fue la
guita!?, cuestiona cabrona.
—¿Trabajás
con tarjetas de crédito o débito? –el empleado niega sacudiendo la cabeza.
Se sube al auto insultando. Marcha
atrás sin mirar y retoma la avenida. Avanza a mayor velocidad. El neumático se
va lacerando.. Pasa por el túnel y sale a la superficie aumentando la velocidad.
Los peatones siguen la trayectoria del auto espantados. ¡Y todo por culpa de
ese hijo de mil putas de Magunza!, grita cabrona. Pasa por delante de una seccional
de la federal. Un patrullero sale tras él. Para. Baja como un rayo del auto.
Los policías salen de la patrulla cautos.
—¡Me quieren
decir dónde hay una puta gomería! –brama. Los policías se miran entre sí.
—A cinco
cuadras doblando en la primera –informa uno. Malatesta sube al auto. Los policías
se encogen de hombros y lo dejan ir.
Un ovillo de hilos de caucho,
cuerdas y metal era lo quedaba del neumático. La llanta: una escultura de forma
ovoide.
—¿Vende cubiertas
usadas? –pregunta al empleado vestido con un uniforme azul, naranja y rojo.
—No, señor,
sólo vendemos cubiertas nuevas.
—¿Cuánto está
la más barata?
—Setecientos
treinta y cinco pesos.
—¿Tarjetas de
crédito?
—Todas.
—Andá
poniendo una.
—Va a
necesitar una llanta nueva.
—Usá la que está
en el baúl.
El empleado trabaja con diligencia.
Malatesta enciende un cigarrillo. Bueno, problema resuelto –reaparece comedida.
Fuma con lentitud. De todos modos, cuando encuentre a Magunza le voy a romper
la cara, manifiesta cabrona.
—Ya está,
señor –informa el gomero— En
la oficina le cobran –camina hasta un cubo de vidrio. La caja es un cubo de
vidrio más chico. El cajero le pide la tarjeta y un documento de identidad.
Antes de pasar el plástico por el dispositivo observa la tarjeta.
—Señor, creo
que está vencida.
—No puede
ser. Pasala por uno de esos chirimbolos y va a ver que no tiene ningún problema
–contesta. El muchacho desliza la tarjeta por la ranura, una, dos, tres y
cuatro veces.
—No autorizan
la compra. Está vencida.
—¡¿Qué decís?!
–reacciona levantando la voz.
—¿No tiene
otra tarjeta? –pregunta el cajero en tono neutro. Las incesantes voces de
Malatesta callan, un remolino sulfuroso las disuelve. La pupilas de sus ojos se
dilatan y las ráfagas suben y bajan en una vibración endemoniada.
—¡¿Por qué me
está tomando?! –aúlla arrojando la colilla del cigarrillo encendida a la cara
del muchacho. El chico se tapa la cara con las manos. Malatesta arranca el
dispositivo lector de las tarjetas y lo arroja contra una de las paredes de
vidrio. El artefacto rebota contra el cristal blindado y golpea al muchacho. El
gomero corre a la oficina. Malatesta levanta el monitor de la computadora arrancándolo
de sus conectores. El gomero lo abraza por atrás, intentando inmovilizarlo. Malatesta
se sacude frenético. Gruñe como un animal salvaje. En uno de los corcoveos se
saca de encima al gomero. Malatesta alza por sobre su cabeza el monitor y se lo
arroja al que lo tenía agarrado. El muchacho esquiva el mamotreto. Lo último
que ve Malatesta son las chispas del monitor al estallar. Dentro de su cerebro
atribulado se desencadena otro tipo de reacción. Algo explota también en ese
espacio interno y siente como un líquido escarlata irritante se derrama. No
alcanza a gritar. Se ahoga. Un gusto amargo le tuerce el rostro. Cae boca
abajo, aplastándose la nariz contra el piso.
Emerge en una sala de Terapia
Intensiva. Entreabre los ojos, deslumbrado por la luz de los tubos
fluorescentes. Se acercan su esposa y sus hijos. Les tiende una mano. Atrás de
ellos alcanza a distinguir a Magunza, su jefe. Levantando con sumo esfuerzo la
cabeza le pregunta con un hilo de voz:
—¿Por qué?
–abre grande los ojos que delatan resabios fulgurantes de ira— ¿Por qué no
me puso a mí al frente de la nueva sucursal? —Magunza
arquea las cejas, sacude la cabeza. Con una mano se alisa el canoso cabello
lacio.
—Para evitar que
estalle.
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